domingo, 6 de abril de 2008

La Columna del Odio: El Instituto, Las dependencias químicas

"Escribir no lleva a la miseria,
nace de la miseria" (Montaigne)

A veces uno necesita entrar en contacto con esa miseria para escribir, y puesto que llevo tiempo sin odiar a nadie realmente, he decidido que, si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña.
La montaña, en mi caso, un ejército de niños cuyo objetivo inmediato era hacer el estúpido lejos de la vida, no en vano le dije a mi capataz que quería un ejército digno de Mordor (véase: Orcos), y él me trajo esa turba de inútiles.
Nada más llegar puedo distinguir tres grupos en las dependencias circundantes al laboratorio. El primer grupo, el que más llamaba la atención, estaba manteniendo una encarnizada lucha por el control de la manada. Ésta sucedía sin el habitual bipartidismo, ya que la lucha era bastante más sencilla: era una batalla abierta por todos los frentes, en la que los beligerantes parecían combatir sin objeto alguno, enardecidos por las arengas de las Jennys (que formaban un cuarto grupo rodeando a los machos cabríos).
El segundo grupo, que podríamos clasificar como el de los intelectuales, estaba junto a la manada, jugando a un ancestral juego de cartas que representaba una batalla. Su abstinencia no duraría demasiado, puesto que acabarían ensarzados en la misma batalla que los demás.
El tercer grupo lo constituían un grupo de personas (y creo que es la primera vez que uso esa palabra en todo el artículo) cuya actividad cerebral consistía, básicamente, en reírse de los combatientes. Lo cual no era muy difícil, a decir verdad, y consistía la primera muestra de inteligencia que encontré (y hay científicos que buscan vida inteligente en otros planetas... ¿para qué? ¿para importarla?).
Tras adentrarme en lo más hondo del primer y segundo grupo, los del tercero, que me conocían, decidieron enviar una delegación a salvarme de la miseria (una delegación compuesta por no menos de dos personas, para evitar riesgos innecesarios, al adentrarse en tierras bárbaras).
Yo salí al encuentro cuando, como activados por un resorte, aparecieron muchos más indefinidos, de esa subespecie habitualmente llamada 'killos', que fueron a unirse a la batalla, que ya se había covertido en un patético espectáculo de exhibicionismo.
Finalmente, fui rescatado de la miseria y me adentré en tierras más seguras, en las que me dediqué a reírme de los demás.
Con una tercera oleada de beligerantes aparecieron (y desaparecieron) unas ganas emotivas de lucha, hasta el punto de que un iterfecto con melena rizada se lanzó, cual mastín, y con su maleta, directamente hacia un combatiene muy ocupado haciendo el idiota como para intentar no caerse al suelo. El combatiente anfibio (alguien había escupido cerca de donde él se encontraba), que ahora veía las cosas desde una perspectiva bastante más plana (desde el suelo), comenzó a llorar, con la esperanza de inundar las dependencias, y el mastín que lo había atacado a traición decidió, lenta pero concienzudamente, abandonar la escena del (patético) crimen.
Ante tal tragedia decidimos mostrar nuestra solidaridad con el afectado (o el afectante, tampoco lo teníamos muy claro) riéndonos a pierna suelta de los Orcos que ahora abandonaban el campo de batalla.
Y fue entonces cuando una voz, una voz desagradable y bastante chillona, nos llamó desde el lado de las Jenny, y nos dijo que si tuviese que reírse de nosotros no acabaría. Uno de mis nuevos compañeros le dio una respuesta que rezumaba sabiduría, se armó de valor, y con un tono despectivo le dijo:
-¡Calla!
La Jenny le miró con cara de asco (se habría visto reflejada en sus ojos, supongo) y, cuando iba a contestar, el pequeño Juan Carlos le espetó un 'au, tira' que la desarmó, y acabó yéndose.

"Trata de amar al prójimo.
Ya me dirás el resultado."
(Jean-Paul Sartre)

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